
Tuve poco menos de diez segundos para comprender del todo que pedalear tiene cierto parecido con la escritura.
Cada vez que busco molestar a alguien todo lo decide el clima. Si hay nubes y viento elijo un papel y una lapicera. Si hay sol prefiero pedalear. Porque es cierto, el mundo no está hecho para la escritura ni para las bicis. Habrá algún que otro carril exclusivo por ahí de cincuenta o cien metros, o cada tanto se acuerdan de recordar con tristeza a algún buen escritor que por ignorancia no saben que aún no murió. Pero nada más. Los padres rezan por las noche para que sus hijos no piensen cómo Perez Reverte o salten cómo Dave Smutok.
En el fondo los buenos escritores comparten con los buenos ciclistas la misma imagen bohemia, contracultural y cansada. Sobre todo en Ladinoamerica, donde la medida del éxito es cuantas sanguijuelas tu cuerpo puede alimentar antes de fallecer.
Por eso me gusta colarme entre los autos de la misma forma en que puedo dibujar con palabras un suspiro de resignación, subir a la vereda o inventar alguna mentira divertida, saltar obstáculos en el camino o empezar toda una hoja de vuelta, que la garganta atore toda la saliva de mi boca en un salto o cuando dejo que alguien más lea algo que escribí.
Dicen que los freerider son vándalos, que los ruteros se apropian de las autopistas, etc. En realidad uno se siente al pedalear cómo cuando uno escribe, que no hay lugar para uno. Circuitos cerrados, ningún bikepark público, bicisendas con cartel y todo que no tiene más de medio kilómetro.
Por eso no me sorprende, luego de vagar quince o veinte kilómetros, que la gente me mire con incredulidad o sorpresa. La misma mirada que usan cuando acaban de leer algo que acabo de escribir. Las dos son iguales se basan en la acumulación de pequeños esfuerzos que uno despliega por gusto, pero más que nada terquedad.
Cada vez que busco molestar a alguien todo lo decide el clima. Si hay nubes y viento elijo un papel y una lapicera. Si hay sol prefiero pedalear. Porque es cierto, el mundo no está hecho para la escritura ni para las bicis. Habrá algún que otro carril exclusivo por ahí de cincuenta o cien metros, o cada tanto se acuerdan de recordar con tristeza a algún buen escritor que por ignorancia no saben que aún no murió. Pero nada más. Los padres rezan por las noche para que sus hijos no piensen cómo Perez Reverte o salten cómo Dave Smutok.
En el fondo los buenos escritores comparten con los buenos ciclistas la misma imagen bohemia, contracultural y cansada. Sobre todo en Ladinoamerica, donde la medida del éxito es cuantas sanguijuelas tu cuerpo puede alimentar antes de fallecer.
Por eso me gusta colarme entre los autos de la misma forma en que puedo dibujar con palabras un suspiro de resignación, subir a la vereda o inventar alguna mentira divertida, saltar obstáculos en el camino o empezar toda una hoja de vuelta, que la garganta atore toda la saliva de mi boca en un salto o cuando dejo que alguien más lea algo que escribí.
Dicen que los freerider son vándalos, que los ruteros se apropian de las autopistas, etc. En realidad uno se siente al pedalear cómo cuando uno escribe, que no hay lugar para uno. Circuitos cerrados, ningún bikepark público, bicisendas con cartel y todo que no tiene más de medio kilómetro.
Por eso no me sorprende, luego de vagar quince o veinte kilómetros, que la gente me mire con incredulidad o sorpresa. La misma mirada que usan cuando acaban de leer algo que acabo de escribir. Las dos son iguales se basan en la acumulación de pequeños esfuerzos que uno despliega por gusto, pero más que nada terquedad.


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